Con frecuencia veo en la consulta pacientes alarmados que traen consigo una analítica que un compañero médico les ha solicitado para un estudio de, por ejemplo, un síndrome general, una erupción cutánea, una artritis o una picadura de garrapata,  en la que aparecen unas «pruebas positivas» para Enfermedad de Lyme, casi siempre serologías. A partir de ese momento resulta un reto para mi confirmar o desmentir la posible infección y en su caso, decidir bien tratar o bien tranquilizar a nuestro paciente y no someterle a procedimientos o tratamientos innecesarios.

Identificada en los años 80 en muestras de tejidos humanos y de garrapatas procedentes del condado de Lyme (Connecticut, EEUU), la Borrelia burgdorferi y sus diferentes genoespecies se han aislado posteriormente en Europa, Norte de África, Asia menor, Rusia y Japón, pero nunca en África subsahariana, Sudamérica ni Australia, por lo que se considera que la distribución de este grupo de espiroquetas es esencialmente holártica.

En la mayoría de los casos, el vector de la infección en Europa occidental y norte de África es la garrapata común (Ixodes ricinus), de cuerpo duro, hematófaga (se alimenta de sangre),  y que perfora la piel con sus piezas bucales inoculando la Borrelia. Esta garrapata es también el vector transmisor del Flavivirus que causa en Europa la encefalitis transmitida por garrapatas, que afecta a la mayor parte de los mamíferos, entre ellos los humanos.

Generalmente las garrapatas pasan de la hierba a un huésped vivo, y se arrastran hacia arriba, en busca de un área caliente y húmeda en la que alimentarse. Las garrapatas tienen unas defensas «antidetección» sorprendentes. Por ejemplo, su saliva está llena de antihistamínicos, anticoagulantes y otros inhibidores que evitan que la herida se cure, y que disminuyen la reacción al dolor y al picor. Como curiosidad, las larvas no alimentadas son tan pequeñas que se las puede confundir con pecas y pasar desapercibidas.

El curso de la enfermedad de Lyme es muy variable y sus manifestaciones clínicas múltiples, a veces con síntomas tan inespecíficos y generales (cansancio, apatía, alteración del estado de ánimo) que resultan difíciles de interpretar incluso para médicos experimentados. El período de incubación de la infección desde la picadura de la garrapata varía entre pocos días y un mes, cuando aparece un síndrome pseudogripal con fiebre y con frecuencia -aunque no siempre- una erupción cutánea típica llamada eritema migratorio. Varias semanas después, 1 de cada 10 personas infectadas pueden desarrollar síntomas neurológicos, cardiológicos y una artritis en ocasiones agresiva que puede llegar a cronificarse.

El diagnóstico se basa en la sospecha clínica y el antecedente epidemiológico. Las pruebas serológicas mal indicadas en casos poco probables pueden confundir más que ayudar, ya que son muy frecuentes los «falsos positivos». Por eso en ocasiones el paciente y el propio médico tienen la sensación de estar buscando una bacteria «fantasma», hábil, huidiza y misteriosa, que puede llegar a ocasionar una auténtica neurosis en ambos. Por ello, ante la sospecha de esta infección, es fundamental la valoración por el internista especialista en Enfermedades Infecciosas, quien decidirá en cada caso el mejor método de cribado o de confirmación microbiológica (serología, Western-Blott, PCR, cultivo) según la sintomatología, antecedentes y posible fase de la enfermedad.

Dr. Javier Moreno Izarra. Unidad de Enfermedades Infecciosas. Hospital Quirónsalud Marbella. 

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